jueves, 16 de febrero de 2023

PRADOLUENGO SEMBLANZA DE FORITA

 


                             SEMBLANZA DE FORITA

 

Paco Arana

                                    

Todos me llaman Forita

mas no me quiero enfadar,

tengo nombre y apellido:

Anastasio Salazar.

Con esta expresiva cuarteta se presentaba Forita a la sociedad praolenguina, en un tiempo en que todavía no se había inventado la Tele ni llegado a los pueblos las revistas del corazón y otros espectáculos erótico-pecaminosos; existía, eso sí, el Cinema Glorieta, elegante, acogedor y a esta fecha histórico mantenedor de la cultura, así como algún que otro teatrillo callejero que se dejara caer de vez en cuando por el Pueblo, con la canzonetista Tomasa, la cabra Mariana y sus músico-saltimbanquis, que animaban a la sazón el tedio acumulado por la rutina de meses, semanas y días.

Imprescindibles también estos personajes correveidiles y burlescos de la localidad, encargados de publicar aconteceres urbanos con el gracejo sin igual de sus coplillas.

Dureza y resignación eran el sino de nuestro sin par personaje,  y así se conformaba Anastasio Salazar que, harto de penurias y necesidades, intentaba emplearse, para su frugal condumio, en alguna de las labores que ofrecía la industria de La Villa Textil y otros empleos de menor cuantía. Había ejercido su oficio de fotógrafo durante los primeros años de su juventud, hasta que el  fatídico parón del año treinta y seis, le retiró del mercado de igual manera que a otros tantos oficios condenados al “desempleo”.

Cierto es que en su afán por llevar un duro a casa, en cierta ocasión, se puso a las órdenes de un fabricante-calcetinero-amigo que le contrató para reempedrar el deterioro de la acera de su vivienda, y allí se presentó Forita con su mejor intención, su  capazo, su piqueta y sus materiales, hasta que aparecieron los malditos  guasones, para sacarle las faltas a su trabajo con las burlas quisquillosas de siempre (que si te sobran dos cantos, que si van torcidos, que si es floja la tierra), de manera que, encabronado Anastasio, abandonó la faena maldiciendo a los cizañeros, para no volver más por mucho que le suplicara su amigo fabricante.

Supuso para Forita un antes y un después de aquellos momentos de economía de guerra que, defraudado por el panorama, brotara en su mente un sin vivir que le desquiciara y llevara a callejear desde el barrio del Perché hasta San Roque, amenizando con sus coplas a chicos y grandes, acompañándose con un rasgueo labial de bandurria imaginada, que ejecutaba con los dedos de su mano izquierda, abierta sobre el pecho, para luego percutir con la derecha:

“La sí la sí la  la sí la sol      

la si la si la si la sol la sí

por la cuesta de Trobajos,

para subir a la Virgen del camino,

precisamente allí están,

las garitas del vino,

del vino sí,

para beber

y para invitar…

¿A quién…? A los obreros, los importantes, y a don Gervasio el veraneante, que usa levita, chaleco y guantes. Y al caballero, tan elegante, con qué salero, de jipijapa, luce un sombrero”.

Hombre de poca hechura y algo menos de cordura, le tenían catalogado sus paisanos como un personaje tan audaz como trastornado por las circunstancias que, con el beneplácito de la mayoría, terminaría siendo el hazmerreir del Pueblo; precursor del rap y sabedor de que con sus coplas y sus versos recitados a compás, se encargaba de sacar a relucir algunos trapos sucios, amores, amoríos y desagravios, así como otros halagos y bienaventuranzas de las gentes del lugar.

Entusiasta de Prado y sus costumbres, amante de la acrobacia ciclista y ferviente seguidor de la banda de música, a la que acompañaba en los pasacalles, y con la que se pasaba horas enteras junto al templete, tarareando lo más florido de su repertorio, en aquellos conciertos matinales de las fiestas de La Virgen y San Roque:

                                  La banda municipal,

lo bien que alegra las fiestas

por eso a Prado le llama

El Cabaret de La Sierra.

Surgía la copla, pero el paisanaje se tomaba a chirigota sus misivas, ante todo y sobre todo, porque lo consideraban como desvaríos mentales de un pobre infeliz, incapaz de concebir males mayores. Así es que campaba Forita a sus anchas, dando pares y nones con su verborrea cantarina, no exenta de ingenio y decoro en cada copla que, podría zaherir al avieso personal, aunque también halagar a cualquiera de los vecinos más humildes, entrañables y cercanos del lugar:

                                Tan feliz en la solana,

                                 la niña teje y medita

y el hijo del hortelano

le ofrece  fruta bendita.

 

Recuerdos de aquella niña

que guardó en la faltriquera,

su memoria inolvidable

y un puñadito de peras.

Maltratado, ofendido y humillado se sentía nuestro hombre, por el gesto de mujeres, chicos y grandes que, a su parecer, se mofaban con descaro de sus actuaciones en público, mostrándose cada día más huidizo, misógino, escéptico y al final estropajoso por descuidado, y se le oía repetir:

Soy el coplero del pueblo

y vivo en mi casa solo,

sin perrita que me ladre

que con poco me acomodo.

En los devaneos y recuerdos nostálgicos de su antiguo oficio, solía Anastasio aparecer esporádicamente por La Plaza, pertrechado de su máquina de fotos a fuelle, trípode, cámara oscura y demás elementos necesarios, que todavía conservaba, para “aparentar” nuevas fotografías, que nunca más serían reveladas.

 


Los más viejos del lugar nos recuerdan que las averías que preparaba eran cada vez más gordas, y parece ser que, con ocasión de la visita oficial del Gobernador Civil de Burgos a la ilustre Villa, y finalizada la arenga en el balcón municipal, estimuló el ínclito a la masa para cantar el Cara al Sol, saludando con el brazo levantado; momento en que apareció nuestro teatralero y libertario praolenguino, parando los aplausos con sus gritos e improperios para soltar su repertorio de afrentas, insultos y maldiciones contra el mismísimo alcalde, al que tachaba de mandilón, republicano y comunista.

Engordó el alcalde nuevo,

que viva la libertad.

Se acabó el racionamiento,

  todo  llega en cantidad. 

En mala hora lo hiciera el exaltado reincidente, y así fue que, para evitar males mayores, se apiadaron de él las autoridades, aplicando la condena más liviana para estos casos, y fue conducido arrastras hasta el Cuarto de las Bombas por tres funcionarios de oficios varios, que lo dejaron encerrado en aquel improvisado y temido calabozo municipal, donde soportaría una oscura noche más, de su maldita y desdichada existencia.

Llegó esta vez a oídos del Párroco el desgraciado episodio y, comprobada la delgadez y el deterioro de Anastasio, quiso este protector apostólico del hambre ayudarle con sermones, consejos y algunas pitanzas, además de media botella de vino tinto, que le acercó hasta el alto de Lomba, donde tenía su humilde morada el ingenioso rimador para quitarle las telarañas de la barriga, que le estaban robando la salud y le imprimía un pálido color de difunto que le iba asomando a la cara por momentos.

“No te veo en la iglesia”,

me ha dicho el cura.

Le he dicho que mis males

son desventuras.

Lo que yo espero,

después de tantas penas,

ganarme el cielo.

Pasado el altercado aquel con la lúgubre noche de encierro, se encontraba él tan triste y desconsolado que se enclaustró en la casa y desapareció por un tiempo de su escenario asfaltado. Cuando el personaje volvió de nuevo a la palestra, Anastasio era ya mucho más Forita y más juglar que antes; cojeaba un poquito más, parecía un poquito más viejo y solitario, y se había hundido aún más en un pozo de tristeza, llegando a conmover el corazón de la atenta chiquillería del Pueblo, que intentaban animarle ahora, para compartir y deleitarse, otra vez, con sus trovas y sus canciones.

Los chiguitos de mi Pueblo,

saben solfa, casi todos

y Anastasio Salazar

canta con ellos a coro.

Hubo también alguna cuadrilla de guasones, conocidos como “La Zizaña y otras Yerbas” que, con su cachondeo y otras artes socarronas, le incitaron a recuperar su habilidad fotografiadora, y  le enredaron  para que una mañana de domingo les tomara una instantánea a todos ellos a pie del templete, que ha sido y será el escenario fotográfico más rumboso del Pueblo. 

Esta vez se empeñó en el reto sin temor y apareció en la plaza con todos sus achiperres, pero debió de ser otro fotógrafo quien captó la imagen de Forita encapuchado y de espalda, en primer plano, a los propios guasones, tiesos como el palo de una bandera en el fondo y los curiosos chiguitos a los costados.

Ahí queda el testigo fiel de esta instantánea anónima, tan inoportuna como delatora y, a todas luces, más válida que mil palabras.

Se descubrió de nuevo el panorama callejero de Anastasio y volvió por un tiempo a sus coplas y decires: algunas burlescas, otras aduladoras y las menos algo picajosas y dañinas, que podrían haber incordiado a una pequeña parte de la vecindad y conformado, por qué no, a otros tantos o más. 

Hoy está llena la plaza

de gente trabajadora.

Los mucho, pan y trabajo,

los pocos la sopa boba.

La musa envejecida y sin rumbo de Forita intentaba expresarse de nuevo al son de su bandurria perdurable, pero aquellos versos pequeñines, redondos y salados, se estaban convirtiendo en violentos, combativos y molestos, así que su repertorio improvisado de cuartetas, como su atuendo, su economía y su salud, le precipitaban, sin remedio, al desbarajuste más inhumano:

Las penurias y el creciente deterioro le avocaron a incorporarse en la lista de la cola de los pobres de solemnidad, que se reunían puntualmente cada viernes para mendigar unos céntimos por las calles y casas señoriales del Pueblo, sorteando, claro está, las que habían colgado en la puerta el letrero de “PROHIBIDA LA MENDICIDAD Y LA MISERIA”.

Seguramente se le removiera a Anastasio la conciencia y algún vestigio de  dignidad, heredado quizá de sus antepasados establecidos, tiempo ha, como fotógrafos en el centro de la capital de León, le hacía meditar sobre su penosa situación y sentirse como un endeble animal herido y verdaderamente avergonzado:

Por la acera de los ricos

la  cuerda de pordioseros,

para una triste moneda

con qué arreglar el puchero.

El Fausto y La Anselma, matrimonio amigo y vecinos cercanos de la última casa de La Plazuela, tuvieron a bien, en momentos de verdadero apuro, compartir con él parte de su modesto sustento, así como La Lobita y sus cuatro hijos, que con mayor cercanía, pero menos medios a su alcance, custodiaban con esmero su visible decadencia anímica. y ocasiones navideñas hubo que le invitaran también a cenar en sus casas respectivas.

Ocurrió a altas horas de la noche que los delirios incoherentes de Anastasio, invocando a voces a su difunta madre, traspasaran la ventana de su cuarto abierta al duro frío de invierno, hasta llegar a oídos del sus vecinos más cercanos de Lomba, que impotentes, angustiados y temerosos dieron la noticia al médico del Pueblo.

Reconocido su gravísimo estado, decidió el doctor trasladarle con urgencia al Hospital-Hospicio-Provincial de Burgos.

En la casa quedaron los enseres de  Forita y sus miserias y, no encontrando los empleados de la limpieza utensilios ni objetos de valor, les faltó tiempo para arrojar todo aquello a la basura, incluida una valiosa caja metálica en la que  conservara él los negativos fotográficos de aquella época fructífera de su profesión, un pequeño tesoro que bien podría albergar documentos inéditos de la historia y el carácter tan peculiar de nuestra bendita Villa Textil.

Tan solo tres días después, encontró Anastasio la muerte y no sonó para él la campana de la torre de la iglesia de su Pueblo, tan solo los Servicios Sociales de la capital burgalesa se encargaron de enterrar sus despojos en una fosa común sin número, sin nombre y sin letrero, donde esperarán, a buen seguro, la visita de ese claro de luna llena que nace de la inmensidad de los astros alumbrándonos a todos por igual y que, mejor cuanto más tarde, espera alcanzar también este humilde rimador… cuando todo haya pasado.

Como no murió en su Pueblo.

¿Qué sepultura tendrá?

Mas todos te recordamos

Anastasio Salazar. 

                                               

Este pliego de cordel se publicó en Pradoluengo el 30 de Mayo del año 2.020.  A BENEFICIO DE LA ASOCIACIÓN ESPAÑOLA DE AYUDA CONTRA EL CÁNCER INFANTIL  

                     FORITA DE PRADOLUENGO   

             No hay nada más feliz que nuestra infancia

ni amistad tan leal y tan sincera,

nostalgia de emoción más duradera,

lo mismo  en la escasez que en la abundancia. 

Hoy la mente, el tiempo y la distancia,

mis momentos felices recupera,

 verdad que disfruté mis primaveras,

y quité mucho hierro a la balanza. 

Personajes vividos y olvidados

sin fortuna y sin nada que contar…

sin nadie que recuerde su abolengo. 

Fue Forita otro más desheredado

que merece la lisonja del juglar,

en La Villa Textil de Pradoluengo.

 


                                                                           

domingo, 27 de febrero de 2022

EL LOCO DEDL PARQUE


 

                                  EL LOCO DEL PARQUE  Paco Arana

                           

                                    A mí me llaman el loco

                                   porque siempre estoy callao,

                                  llamadme poquito a poco

                                  que soy un loco de cuidao.      Popular               

 

Desde el día que nos impusieron el uso necesario de la incómoda y maldita mascarilla, no he vuelto a ver a aquel hombretón fornido y desquiciado, que se sentaba en su banco incompartible y solitario del parquecito recoleto de este barrio donde, cada medio día, acuden ancianos venerables con sus nietecillos, desempleados de larga duración, comadres efectivas, cuadrillas de adolescentes, novios en capilla y matrimonios consolidados, colegiales del recreo… y este hombre humilde y solitario que a veces se enfada y vocifera con algún improperio ininteligible, que incomoda un poco, pero nunca ofende.

Tiene este parque un pedregoso estanque, que a falta de aquellos  llamativos peces de colores, está ocupado por cientos de patos silvestres que hace ya unos años se atemperaron al menú del pan atrasao y otros chuches edulcorados, del que también disfrutan las palomas del aire callejeras, todo esto por capricho y gracia de los animosos niños chicos.

El loco del parque, ha vuelto a las mañanas de sol primaveral y parece algo más triste y decaído que antes; con esto de la pandemia y el confinamiento, se nos ha pasado un año completo y ya le habrán caído a nuestro hombre los cincuenta por lo menos, y unos kilos  más de aquellos que llevaba en su cuerpo agigantado y molesto; además ahora masculla nuevos insultos y palabrotas, que escandalizan al mujerío y perturban el jugueteo de los peques.

Tiene reservado en exclusiva un banco propio con la seguridad de que nadie va a querer compartir un asiento a su lado, ya que ahora se le pegan a las comisuras de la boca unos espumarajos que él intenta sacudirse a zarpazos, pero que retornan y se asoman al momento, con el consiguiente repelús de los asiduos al parque.

A todas luces, parece que está solo, pero en el edifico de seis plantas que colinda con el parque, hay una ventana, siempre abierta, que vigila al trastornado protagonista de tan triste melodrama. Es su hermana, una mujer, ama de casa y madre de dos niñas, que vive en el cuarto piso de su mismo portal, justamente encima de su protegido y querido hermano y vigila desde allí sus movimientos, controlando la  reacción que le pudieran hacer las pastillas que toma a diario. 

 El peligro de un brote inmediato, esta agazapado en el instinto incontrolable de este hombre, que hace unos días se manifestó a la puerta de la bodeguilla de su calle y que gracias a la llegada sonora de una ambulancia, fue auxiliado por dos sanitarios que, allí mismo, le pincharon y atemperaron para trasladarle al hospital donde ha permanecido cinco días, una semana corta… pero ya le han dado el alta y le han dejado de nuevo en su casa, para que sea tan feliz junto a su hermana cuidadora, su barrio, su parque, sus patos, sus palomas, su bodeguilla, su banco solitario y sus pastillas salvadoras.

Pocas horas más se ha concedido este hombre para culminar la historia de su vida. De madrugada, llenó de agua caliente la bañera de su casa, se sumergió en ella y se cortó las venas. Una víctima más de los efectos colaterales de esta prolongada y maldita pandemia.

                          Se abandonó a la locura,

                          se hizo el loco más loco

                          y acabó con su aventura.  

domingo, 4 de julio de 2021

EL PEREGRINO GALLOFA



 

                              EL PEREGRINO  GALLOFA  Paco Arana

                                     EL VENTORRO SAN ISIDRO

                                 

 

Podrían ser de las cinco y media de la tarde de aquel día del mes de Julio en que el sol consumía las charcas y agostaba los sembrados, los pájaros se caían relochos de calor y las ovejas de los rebaños abandonaban los rastrojos y se apresuraban en busca del sombrío de las choperas.  
Puerta adentro del Ventorro San Isidro, situado a tres kilómetros largos de la ciudad de Burgos, se adormilaba Pancho Alcoba sentado a horcajadas en una silla de enea y apoyado con los brazos y mentón sobre el respaldo. Más de ochenta kilos y más de sesenta años de honorable ventero descansaban en aquel sillón, en que velaba sus pesadillas mostrando la cabeza repleta de canas y el rostro  encarnado y reventón. “-Esta tarde, con la que está cayendo, no pasan por aquí los peregrinos” (debía de estar pensando el ventero), cuando se abrió paso por la puerta uno inconfundible por su atuendo. Famélico, de barba entrecana, andrajoso de capa, sombrero de fieltro adornado con diferentes insignias y  concha santiagueña, se  apoyaba en un bordón de avellano y colgaba al hombro su petate y su zurrón, que, por el bulto, no parecían guardar ni muchos enseres ni sabrosas pitanzas.
-Toma aliento peregrino –le dijo Pancho deteniéndole el paso con un gesto-, que esta es la hora en que ni el perro le sigue al amo.
-Dios te lo pague hermano. Y llenadme de agua esta alcarraza, por favor, que el camino se hace tan largo y angosto en estos días que, apenas cae la noche vuelve el sol a despertarme de nuevo con su luz y me es casi imposible conciliar el sueño.
-¿Y dónde está la prisa, Peregrino? ¿Acaso crees que se le van a acabar a Santiago los milagros?
-Salí de San Juan de Ortega esta mañana, con una triste sopa de ajo bailándome en las tripas y los buenos consejos del padre Marroquín, que predica la abstinencia y el sacrificio para alcanzar la gloria. Pero esto no es nada; que yo vengo arrastrando estas miserias desde Olite y voy engañando la panza como puedo gracias a la fruta verde de las huertas, a los acigüembres y a otras hierbas silvestres que me brindan los zarzales del camino, 
¿Y qué buscas en Santiago? Muerto de hambre. Te llenarás de ampollas y de liendres y caerás enfermo.
-Buscar, buscar, no busco nada –respondió el hombre-, más bien, desde hace un año largo, tan solo intento escabullirme.
-¿Te persigue la justicia navarrico? –preguntó de nuevo Pancho, buscándole el acento.
-No, no. Me persigue mi mujer, que no es lo mismo.
-No te lo creas peregrino, te lo dice Pancho. Ya te hubiera retenido a su capricho si la hubieras interesado. Ellas nos eligen y ellas nos desprecian de tanto complacerlas. Lo que te ocurre a ti, es que no te atreves a volver a casa, aunque seguramente estés mejor vagabundeando por ahí de peregrino falso.
-De verdad que la tomé recelo y huí, pues es muy rencorosa.
 
-Ya lo sabía yo; pues si es como tú dices, date por jodido compañero, que según la sagrada Biblia, que algo debe saber de estas cosas: Es mejor vivir solo en el desierto, alimentado de higos chumbos, orugas y langostas chirriadoras, que con una mujer llena de tirria.
 
-Si me diera usted cobijo aquí en la venta –suplicó con humildad el peregrino-, yo le serviría como un fiel vasallo; ya no aguanto las penurias del camino y por una cama caliente y un corrusco de pan duro le haría los mandados.
 
Lo miró Pancho con un gesto compasivo y en un tono casi autoritario, le dijo con voz ronca:
 
-Lo primero que tienes que hacer para servir en esta casa, es asearte y comer de fundamento... y luego hablamos.
-¿Y dónde puedo?...
Curro se acordó de las cuadras, pues no hacía tanto que durante las ferias de ganado, se alojaban en el ventorro al menos una treintena de personas con sus respectivas reatas, pero desde que desaparecieron los mercados, le bajaron a Pancho los ingresos y andaba dándole vueltas a la mollera para enfocar su negocio hacia el buen yantar para una clientela más selecta.  
-Ven conmigo peregrino.
Le condujo Pancho hasta el fondo de la casa, y atravesaron después por un patio donde convivían una cabra, varias gallinas ponedoras con su gallo semental, y una jaula de conejos; en un lateral había un pilón con una fuente incesante de agua fina y, espatarrado sobre el frescor de los cantos rodados del suelo, dormitaba un mastín enorme con los ojos entrecerrados. Abrió el portón de las cuadras y le indicó:
-Aquí te puedes alojar como desees, nadie te va a molestar, te puedes traer un jergón y llenarlo con paja del trillo. Yo te acercaré una bombilla, pues no quiero que enciendas lumbre, ya que aquí se encuentra toda la leña que antes canjeaba por el estiércol del ganado. El agua de esa fuente que has visto en el patio puede hacer milagros con tu piel y tu pelambre. Así que a la faena.
 
Se arrellanó el hombre sobre un pesebre y echó una mirada escrutando todos los rincones, techos y paredes de aquella cuadra. Le gustó, por demás, una lucera formidable por la que podría observar la luna y las estrellas y así no echaría a faltar las viejas noches pasadas a cielo raso, en que el viento peinaba los sembrados y las arboledas que a veces le adormilaban y otras le sobresaltaban.
 
Aquella nueva situación le podría cambiar la vida; bien es verdad que, tendría que ganarse el pan, pero... –El señor Curro parecía buena gente. 
 
Apareció el peregrino pasada al menos hora y media, y ya no era ni la sombra de sí mismo; se había bañado, rasurado y arreglado el pelo, y lucía, aunque arrugada, una camisa blanca y un chaleco gris de rayas negras con su pantalón a juego. Se había quitado diez años de encima.
 
-Esto es otra cosa, hombre, cómo sabía yo que detrás de esos andrajos había casi, casi, un caballero. Tú, de esta guisa, me podrías servir las mesas en los días de jaleo; a ver si se me llena el comedor a medio día, que buena falta me hace...
 
-A juzgar por el olor a estofado que viene de la cocina, creo yo mi amo, que, a poco que nos espabilemos, puede usted hacer dos turnos de comida, cuando menos. 
 
-No me llames mi amo, compañero, que estoy bautizado como Francisco, y, a todos los efectos, yo soy Curro el del Ventorro. Y tú, debieras ponerte un apodo que te agrade que si no, te vas a quedar con el de Peregrino.
 
-Ninguno mejor me oculta y me acoge en esta huida, pues seguro estoy de que mi esposa me habrá denunciado por adulterio y abandono, y, aunque vive Dios que lo primero no es cierto, me andarán buscando los civiles  para apresarme y hacerme cumplir las ordenanzas de mi pueblo.
 
Al día siguiente comenzó El Peregrino a preparar el comedor y a servir las mesas. Realmente parecía que le venía de raza aquel oficio, que además le trajo a Curro también la buena suerte pues, coincidiendo con su llegada, comenzó a llenársele el comedor, y había días que no daban abasto a servir a tantos parroquianos como acudían atraídos por la fama de los guisos que preparaba su mujer. Amelia, que así se llamaba la señora, a más de hacendosa y limpia como los chorros del oro, tenía una mano tan especial para la caza que hacía las delicias de su nueva clientela, compuesta de industriales, comerciantes, mandos militares y frailes entre otros.
 
De verdad que era buena gente aquel ventero. Amén del hospedaje y la comida, le daba al Peregrino una paga por semana para sus caprichos y sus bártulos, de forma tal que se sentía este tan a gusto y reconfortado con su nueva condición en el Ventorro, que no echaba de menos, para nada, sus desdichadas andanzas del camino. El carácter del ventero y la disposición del peregrino armonizaron en aquella empresa, y, en dos años, no hubo entre ellos ni un sí ni un no. Cualquier insinuación de Curro, era una orden para El Peregrino. El amo en su casa, Dios en la de todos y el criado en los cobertizos.
 
Pues sí, dos años justos habían pasado desde aquel caluroso día de Julio y ocurrió que, un mediodía, apareció en el comedor un hombre que, a juzgar por su atuendo y destartalo, recordaba a aquel falso peregrino, que se había convertido ahora en  sirviente de ventorro. Tomó asiento en una mesa y fue El Peregrino quien se dispuso a atenderle.
 
-Buenos días, caballero. Tenemos callos, chanfaina, bacalao, guisado de conejo y de liebre, tortillas, estofado de pichones y perdices, filetes de ternera, de lomo, escabeche de chicharrillo, congrio...
 
Parecía interminable la lista de los platos del Ventorro San Isidro, pero no dudó ni un momento el nuevo parroquiano.
 
-Tomaré la chanfaina, pan y vino –dijo el hombre.
 
No tardó
El Peregrino en servirle la comanda, y no pudo este por menos que abordarle con sus preguntas:
 
-¿Viene de muy lejos? Buen hombre.
 
-Vengo desde Olite, amigo Anselmo -contestó sin levantar la vista del plato.
 
Sorprendido, le siguió observando por un rato y exclamó:
 
-Me valga el cielo, pero si es Ambrosio, mi vecino. Te he reconocido por la voz, porque… con ese ropaje y esa barba...
 
-No te apures, que no voy a descubrirte, todo el mundo sabe en Olite que huiste de tu esposa y puedes estar seguro que no ha de reclamarte nada. Ella vive tan feliz amancebada con una antigua amiga; una mari macho desertora del convento de Las Clarisas, con la que parece haber encontrado su verdadera orientación carnal y su acomodo.
 
-Ahora entiendo su apatía y su desprecio amigo Ambrosio. ¿Y qué haces tú en el Camino de Santiago?
 
-De siempre me llamaron la atención las campanas de la iglesia, y me inicié de peregrino, pero no he alcanzado categoría alguna, de curioso, ni pícaro ni devoto, así es que ahora busco un convento que me acoja aunque sea de lego o de hortelano para alejarme, en lo que pueda, de las vanidades de esta vida sin sentido; me han dicho en San Juan, que en La Cartuja de Miraflores podrían ampararme.
 
-Esos frailes pasan hambre, Ambrosio; lo sé de buena tinta.
 
-No pasa nada, Anselmo. Nosotros ya estamos criados y además, ya sabes que el hombre es el único animal que se cava la fosa con los dientes, compañero.